Munay

Tamaya camina sin prisa por la ladera del volcán, cuesta arriba. A medida que avanza, el relieve parece desdibujarse. El ascenso es suave. Lo nota apenas en sus músculos gemelos y muy levemente en la respiración. Tamaya sabe bastante de volcanes porque desde que sueña con ellos a menudo asiste al observatorio de Moquegua. “Volcán de escoria o ceniza”, se dice a sí misma mientras camina. Sabe que adentro hay un lago apacible donde se puede bañar. El paisaje le da calma. Un viento agradable y tibio hace flamear su blusa de lino beige y su bombacha azabache. Tamaya se anuda el pañuelo verde de seda bajo el mentón, y las pulseras de alpaca y coco que usa en ambos brazos chocan entre ellas y suenan. De repente divisa, por el lado izquierdo, adelante y cuesta abajo, una escena que le detiene de inmediato el paso. Ve una familia dentro de una casa viviendo una rutina cotidiana y hogareña de lo más tradicional. La casa por alguna razón que Tamaya no busca comprender no tiene paredes. Es más bien como el croquis de una casa pero un croquis habitado. La mujer está en la cocina batiendo algo en un bol. Dos niñas de corta edad charlan con ella mientras hacen tareas en sus cuadernos sentadas a la mesa. Un hombre lee el diario hundido en un sillón en otro cuarto. Al lado de él otra niña juega en la alfombra con unos cubos coloridos de plástico y con un camión. Ninguno tiene cara. Solo la mujer una gran boca. Y tararea una melodía que Tamaya oye. Parece que hace frió porque hay una hoguera encendida en un rincón. Tamaya está anonadada. Se refriega la cara y no entiende si está dormida o despierta o qué. La escena le recuerda a la película Dogville de Lars Von Trier. Se pregunta si la ven. Levanta ambos brazos, salta y saluda. Pero no hay caso. No la ven. Solo suenan de nuevo sus pulseras y de fondo la melodía que tararea la mujer. Piensa en acercarse pero una fuerza poderosa como un hilo invisible la arrastra hacia la cima del volcán. Retoma el paso y llega.


Ante ella se abre ancha la boca del volcán y se ve hacia dentro un lago color esmeralda. Se sienta y se queda mirando. Por momentos se ven gotas como estrellas danzando en la superficie del lago. Es un baile de brillos. Tamaya sabe que es un efecto del agua, la mica de las piedras y el sol. Mira hacia atrás. La familia sigue en su escena cotidiana. Se pone sus gafas y enciende un cigarrillo. Piensa si se animará a nadar. Termina de fumar y se recuesta hacia atrás. Piensa en Unay. Lo extraña. Quisiera que este con ella allí haciéndola reír. Repasa en su cabeza la última conversación que tuvieron. Hablaron tanto que el solo repaso la abruma. Lo ama y él la ama. Y eso la tranquiliza. Cierra los ojos y se queda profundamente dormida.

Cuando despierta ya casi no hay sol. Se incorpora un poco exaltada. Mira hacia atrás, a la casa Dogville. El hombre está ahora en la cocina y la mujer lee afuera en un sillón, en lo que podría ser tal vez un zaguán o un porche. Las niñas juegan. Tamaya se sonríe y vuelve la cara hacia el lago. Ya es tarde para nadar, piensa.

Algunas personas están reunidas más allá. Son varios hombres y mujeres. Están desnudxs. No comprende cómo no despertó cuando llegaron. Recoge sus cigarrillos, guarda las gafas, se acomoda su pañuelo y se acerca a ellxs bordeando la boca del volcán. Desde su nueva posición le parece ver un ángel colgando de una nube por encima de las cabezas del grupo reunido. Los hombres miran al ángel. Las mujeres a los hombres. Es evidente que alguna regla absurda les prohíbe mirar hacia arriba. Una mujer hermosa, con forma de escultura, sobresale en la escena. Le falta un brazo y está desnuda. Una túnica cubre su desnudez desde la pelvis y hacia abajo. Parece la Venus de Milo. El ángel está curiosamente vestido. Se parece a un personaje destacado de alguna corte imperial. Tamaya ve los colores de su atuendo y piensa en el escudo de los borbones que tanto estudian en la escuela. El ángel tiene apariencia inocente pero Tamaya desconfía. No le va a caer bien nomás por ser un ángel. Pero le gustan sus alas azules y esas espigas de trigo y maíz que le brotan de la espalda, y que dejan caer semillas al suelo. Tal vez solo sea un embustero pero tiene una trompeta como mi Unay, piensa. El ángel la mira y comienza a tocar “All Blues” de Miles Davis. A lo lejos, cuesta abajo, comienzan a encenderse las luces de Arequipa y de la casa donde viven los días Tamaya y su amado Unay.


Visual: Monte de Fuji de Hokusai

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