APUNTES CON GRASA*
Empanadas de mondongo
La primera vez que vi a Cintia fue en la casa de mi amiga Andre. Recuerdo que comimos tortafritas y tomamos mate. También probé en aquella casa empanadas y guiso de mondongo. Fue a mediados de la década de los noventa. Y nos juntábamos en casas para tomar mate, charlar y compartir. Y más tarde para tomar vino y cerveza. Y charlar y compartir. Palabras, risas, música. Rejuntes e improvisaciones de todo tipo. Fue ahí que nos empezó a gustar el cine. Estábamos en plena secundaria y el país estaba a la espera de “la revolución productiva” prometida por el menemismo. Mi vieja se cagaba de risa leyendo los chistes en la contratapa del Página. Ya no se podía comprar el diario así que se leía de parado y en el puesto. Y nosotrxs lxs jóvenes no usábamos la palabra futuro. Estaba como en desuso. Nadie pensaba “¿Qué quiero ser o hacer cuando sea grande?”. Nadie pensaba en después o en mañana. O sí. Los que tenían la suerte de laburar o los que habían podido cumplir la máxima argenta: - “¡Siempre ahorrá en dólares!”. Pero nosotrxs no podíamos ni balbucear respuestas a esa pregunta sobre el futuro. Hay una sabiduría que habita en los sentidos, una forma del saber que pasa por lo sensible, que pasa por el cuerpo, que se saborea, se huele, se escucha, se ríe, y se aprende al pulso de lo que se va viviendo. Y nuestros sentidos nos decían que estaba todo re podrido. Todo mal. Todo roto. Y esa felicidad rudimentaria nos mantuvo a salvo del sálvese quien pueda. Juntxs, allí, en las cocinas de las casas, inventando la mesa.
2. “El futuro llego hace rato… todo un palo, ¡ya lo ves!”
Muchos años después identificamos en nosotrxs, en Andre, en Cintia, en mis hermanas y amigxs, en toda nuestra generación tironeada entre los ideales de la recuperación democrática y la consolidación neoliberal, la carne de cañón, el caldo de cultivo de una lógica tramposa y perversa. El capitalismo mudaba sus haraposas ropas y se reciclaba sacrificando al Estado y privatizando la vida. Pasantías, contratos a prueba, tercerizaciones, emprendedurimso, monotributismo, co-working, economía colaborativa y otros eufemismos llegarían junto a un ejército de palabras para llamar de forma nueva las cosas viejas. Las seguridades laborales, de salud y educación que poblaban los relatos de lxs mayores se esfumaban a medida que se esfumaban sus expectativas y sus cuerpos. Todo parecía de allá lejos y hace tiempo. Como los cuentos en la infancia. Y en su lugar solo veíamos una sociedad excitada a consumir más y más. Todavía no había ministros de educación diciendo que algunxs argentinxs tenían la suerte de recibir una buena educación y otrxs tenían que “ser capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla”. Todavía no. Pero hacia allí íbamos a toda prisa. Poco tardamos en entender que esos otrxs éramos nosotrxs.
Mi primer empleo afuera de casa fue en uno de esos locales de la M amarilla que se dedican a la venta de hamburguesas. Todo un antro. Me daba pena y creo que hasta vergüenza contarle a mis viejxs que había conseguido un laburo ahí. Mi viejo había militado en su juventud en La Fede comunista y no sé porque yo sentía que le debía fidelidad. En fin. Recibí el bautismo de fuego del capitalismo en forma de pines y fabulé por once meses que hacía espionaje en territorio enemigo. Jugar salva vidas. Yo tomaba nota de “las nuevas ideas” y algo ya me hacía ruido. -“Todos tenemos que poner nuestra parte para trabajar”, “Tenemos que cumplir nuestro objetivo”, “Somos un gran equipo”, “Somos la familia macdonals” etc. etc. etc.” ¡Irónico! Al final éramos casi socios y yo no me había dado cuenta. O no me daban las cuentas. No sé si me sentí alguna vez tan mal como el día que mi viejo fue a visitarme. Yo encarnaba en pantalón gris, gorrita bordó y camisa a rayas la mismísima decepción. Cobraba entonces 1.99 la hora y afuera familias enteras revolvían bolsas para comer. En los albores del imperio de la imagen recibía un apercibimiento -“¡¡No les podes dar la comida en la mano!! Queda mal.”- Había que ponerla en unas bolsas verdes y sacarla a la calle para que el resto de humanidad que quedaba en aquella pobre gente renuncie de una buena vez y para siempre a la dignidad. Denigrante. El slogan de sprite “La sed no es nada” rebotaba como antítesis siniestra con lo que mis ojos veían; El hambre es todo.
Tuve algunos momentos de algo parecido a la felicidad -o al menos a esa felicidad que fabricamos a veces para sobrevivir- cuando me decidí a regalar combos a todxs lxs amigxs y conocidxs que vinieran al local. Fue después que mi viejo me visitara. Y fue muy fácil. Regalé muchos porque estudiaba cerca y venían todos mis compas a comer. Había leído 1984 y pensaba que si el ojo que vigila todo está adentro, entonces nadie lo notaría. Y así fue. La justicia mundana y divina - si es que esto no es una redundancia- puede fallar o directamente no existir. Lo comprobamos a diario. Pero estos escamoteos con los que vamos menudeando ayudan a la angustia a reír. Son el origen de la tragicomedia. La cuestión es que no sé si por mi piscología o vaya una saber porque la comida de aquel antro me caía mal. Me indigestaba. Y a los cinco meses tuve una gastroenterocolitis galopante y me dijeron en el hospi “no comas más comida chatarra”. Así dijo el doc. Creo que jamás antes había comido y cuando renuncie jamás volví. O sí, a usarles el baño y más tarde el pelotero.
Saliendo de la crisis del 2001 laburé en la cocina de una panadería en el barrio de Ciudadela. Iba y volvía pedaleando. Eran sesenta cuadras ida y vuelta. Laburaba diez horas y cobraba diez pesos. En invierno pasaba de los 3 a los 35 grados centígrados y viceversa. No me enfermaba porque sabía que no podía. Tenía 22 años y las ilusiones muertas. Pedaleaba y escuchaba El Pibe Tigre y solo quería llorar. “Diez horas diez pesos” me repetía intentando establecer mi valor.
Por ese entonces, Andre laburaba en una cadena de supermercados que llamada Vital. -¡Que hijadeputez!- pienso ahora que recuerdo el nombre. Debería llamarse “Mortal”, hubiera sido más justo. Siempre odie los eufemismos. Andre laburaba dieciocho horas por día. Llegaba a su casa, compraba helado y coca cola. Comía y bebía acostada y luego se dormía. Al cabo de unos meses empezó a hacer pis color marrón gaseosa. Tenía problemas en los riñones.
Menos gusto que una hostia
Una vuelta, en aquellos años de secundaria, acompañé a Andre a un campeonato de vóley en la Iglesia del Sagrado Corazón en Camino de Cintura. Luego de persignarme al revés me comí una hostia. Creo que todos me veían porque mi torpe movimiento había roto con inusitada armonía ceremonial pero yo no podía dejar de pensar “¡Qué asco!”. Jamás había comido una hostia y agradecí que así sea, -“¡Que sabor a nada!”- Parecía ese plástico que sacábamos con obsesión, con mis hermanas, de la parte interna de las tapas de gaseosas que encontrábamos en la calle. Mi vieja me hubiera matado si se enteraba. Yo tenía prohibida la entrada a la iglesia porque así es el dogma. No tiene reverso. Y yo estaba criada en la religión atea. De todos modos hacía rato me escapaba a las iglesias a ver los vestidos que hacía mi abuela Lola. Ambas sabíamos que estábamos rompiendo las reglas así que habíamos acordado un silencio cómplice. La cosa es que aunque me persignaba al revés, de tanta peli que había visto me sabía el padre nuestro de memoria. Incluso confieso que por un tiempo intenté entablar una relación con aquel señor. Me parecía extremadamente cruel tener inocencia y no tener un consuelo mágico para creer. Además me atraía este amor platónico y prohibido. Finalmente abracé mi fe atea. Me había desilusionado el sabor de la hostia.
“Polenta o Muerte”
Mis viejxs nos habían enseñado a mis hermanas y a mí a comer siempre lo que caiga en el plato. O en la boca que es lo mismo. Y siempre significa todas las veces sin excepción. Yo hacía aplicar la regla pero solo de casa para afuera -¡Afuera son unas señoritas!- gritaba cada tanto mi vieja -¡Pero acá se portan como el culo!- Y bueno, el territorio de las reglas suele ser el más fértil para la agricultura de la rebelión. A veces olvidamos que la agricultura es cultura y es comida.
A mi vieja nunca le gustó cocinar. La entiendo, pobre. Éramos siete y nunca había un mango. Es divino cocinar si sos Maru Botana o Narda Lepes. O las monjas del canal Gourmet. Pero si tenés que comer con lo que cuestan dos kilos de pan te la regalo. Creo además que mi vieja era como una protofeminista y se había tomado con compromiso militante todo este asunto de no cocinar. Así que desde temprano mis hermanas y yo supimos apañárnosla en la cocina con poco y nada. No había voluntad de aprender solo deseo de no comer “eso” que mi vieja cocinaba. Anécdotas de este tipo pueblan el relato familiar y lo llenan de recuerdos y risas. La mayor parte de las veces, la cuestión estética de la comida estaba por supuesto ausente. Pero otras veces, especialmente cuando mi vieja hacía polenta, no era solo una cuestión de forma, era el no gusto, la consistencia, el todo. Mi vieja hace la polenta más horrible del mundo.
“La comida no se mira, se come” - solía decir ella en plena crisis de inflación alfonsinista. Pero la verdad es que era difícil no mirar “eso”. A veces era polenta con grumos. Otras era todo un solo y enorme grumo. Por supuesto ni noticias del queso y la salsa. No estábamos para lujos y eso solo pasaba cuando venía la abuela. Hacíamos bromas con mis hermanas sobre comerla con cuchillo y tenedor. No a la abuela sino a la polenta. Solo gracias al éxtasis de la inocencia y la inconsciencia infantil podíamos reírnos a carcajadas de aquello. No había tragedia. No la sentíamos. Solo diversión fraternal y travesuras que salían bien y mal. Mirando a la distancia me cuesta mucho no ver una pelota solidificada de necesidad. Terrible pero digerible.
Una vuelta, cuando yo tenía cinco o seis años, vi al sol dibujar a la perfección la curvatura de la tierra en el patio del fondo de la casa, en el hermoso valle de Punilla, después que mi vieja me advirtiera en horas del mediodía -¡Hasta que no te comas todo no te levantas!- y se fuera llevándose al perro, mi única escapatoria. Ese día no comí. Tampoco a la noche. Sabía que un día sin comer no me iba a matar. Creo que aprendí algo de astronomía y geología allí sentada. Al final me había convertido en parte del mobiliario. Tanto que cuando mi vieja me dijo -Te podes ir a dormir- casi me daba pena abandonar mi puesto. Por supuesto no comí la polenta.
Tomar la posta
Es fácil saber cuándo todo está podrido y mal. Hay puestos de comida en todas las esquinas. Brotan de las veredas. Se multiplican con el correr de los días. No solo en la ruta donde es tradición sino en el centro de lo porteñitud misma. Se puede por ejemplo comprar un riquísimo pan casero con chicharrón en la esquina del Congreso, un jueves lluvioso a las nueve de la noche. Pan casero, churros, tortillas, empanadas, bizcochuelo. Lleve rico y barato.
Para la Odisea 2001, como habíamos bautizamos a la crisis, yo ya había aprendido esta lección y sabía hacer cosas más o menos ricas con harina, agua, grasa y sal. Me negaba un poco a esto de trabajar cocinando. Mi vieja no podía entender y me decía -¡¿Cómo mierda es que te gusta cocinar?!- y me daba una palmada en el hombro y agregaba irónica -¿No te enseñe nada yo?- Nos estallábamos de risa y entonces yo retrucaba – ¡A mí me gusta cocinar porque me gusta comer! Y además me sirve ma, ¿no ves que no hay un carajo para hacer?- Así que allá por el 2001 me puse a trocar empanadas. Jamás en mi vida hice tantas empanadas. Es que me salían bastante bien y en los clubes ya las esperaban. También hacía pizas, pizetas, mermeladas y conservas al escabeche. De todos lados robé un aprendizaje. Fue muy impresionante formar parte de una experiencia como aquella. Las postas del trueque se organizaban más rápido que lo que canta un gallo. Aunque los gallos cantan siempre a cualquier hora. Por eso a veces es mejor ni levantarse. Veíamos como se sobredimensionaba a escala nacional una experiencia típica de los barrios. Porque el trueque jamás se desactiva en los barrios. Y a pesar del terrible momento que el país pasaba hicimos con nuestras manos otra economía. Y por supuesto que lo que más se movía en el trueque era el morfi y luego los servicios que se cambiaban casi siempre por más morfi. Peluquería, albañilería, pintura, niñera, limpieza, gasista, apoyo escolar, animación de fiestas todo se cambiaba por morfi. Yo compré por cuatro docenas de empanadas un sacón hermoso de lana verde, de esos que te abrazan para mirar la tele un día de lluvia.
Siempre me pregunto por qué cuando los economistas quieren explicar qué es el dinero o cómo se llega a la formación del equivalente general no montan una feria o club de trueque. No hacen falta tantas abstracciones. Una dinámica como la del trueque explica también y quizá mejor que nada qué es el fetichismo de la mercancía. El trueque es la economía popular por excelencia, es la economía fija de los barrios y tiene sus altibajos atados al vaivén de la otra economía, la de la balanza comercial. En los barrios el trueque nunca termina pero puede llegar a deformarse. En 2001, tal vez por las dimensiones que el fenómeno adquirió, había lugares en donde se vendían y compraban billetes de trueque. ¡Posta! Cuevas. Nunca falta el pillo que quiere aventajar. Así que había algo así como especulación. No jodo. ¿Será la inercia? Cuestión es que a veces la necesidad y otras veces la viveza trituran la imaginación y arruinan hasta las más hermosas fantasías.
Gracias por la grasa
Por esos misterios incomprensibles mi amiga Andre vive hace ya más de diez años en el valle de Punilla. Allí donde aprendí la curvatura de la tierra. Pero por aquellos días en los que conocí a Cintia, Andre vivía en el barrio de Los Pinos en Matanza. Ahí estaba la casa de las tortafritas y el mondongo. También del guiso y las empanadas siempre de masa caseras y con papa. Y para ese entonces aunque yo ya era una especialista con larga trayectoria en eso de comer lo que caiga en el plato miraba el mondongo y pensaba algo así como -¿Wtf?!-
La casa de la calle Carrasco en Los Pinos tenía piso de tierra. En los lugares más transitados de la casa se había formado como una especie de asfalto. Casi se podía baldear. Pero en otros lugares había que caminar despacio para no levantar polvo. Literal. Cuando se caía alguna bebida no hacía falta limpiar -¡Dejá, ya se va a secar!- me decía Andre. Además se regaba adentro y afuera y el piso estaba siempre frío, hasta en los días más calurosos del verano. Con mi familia alquilábamos en barrios más bien de clase media. Asfalto, agua corriente, gas y cloacas. Yo nunca había visto un piso de tierra del lado de adentro de una casa.
En aquella casa todavía de chapa, tergopol, cemento y tierra no dejaban de volar los bollos de masas por el aire. Tapas de empanadas, panes, pizzas, tortafritas. De todo. La fiesta de los carbohidratos. Base alimenticia de la pobreza. Tampoco paraban los chismes y las risas. Todo con música de fondo. Siempre alguna cumbia o algún chamamé. Aprendí que inmensa es la calidez de la humildad. Deberían dar cursos en las escuelas y no en las iglesias que asocian humildad con pobreza aceptación y sometimiento. También aprendí a hacer chicharrón quemando los restos de grasa con apenas carne y que las tortafritas no eran utilería de los actos escolares sino cultura. Al igual que el chicharrón, el guiso de arroz, el mondongo, la cumbia y el chamamé.
Una vez le pregunté a Andre – ¿cómo haces las tortafritas?- y se me cagó de risa en la cara -¡Harina, agua, grasa y sal boluda, es lo más fácil del mundo! sentenció. -“¿Grasa?, qué es grasa”- Pero ya me daba vergüenza preguntar, ya me sentía zarpada y había aprendido a callarme, observar y aprender. -¡No hace falta saber cocinar para hacer esto!- decía Andre casi tarareando y de espaldas a la mesa, hundiendo sus brazos en una masa enorme sobre la nueva mesada. -¡Que rico! ¡Y qué fácil!- pensaba yo y saboreaba tortafritas con sal y con azúcar mientras Cris pasaba tarareando una cumbia que se le había pegado -“Quiéreme por favor que sin ti estoy muriendo, quiéreme por favor que sin ti no se vivir…”
Festejar para sobrevivir
Nadie quiere a la gente de Los Pinos. Nadie quiere a los pobres. Menos si son bolivianos, paraguayos, peruanos, indios de la de la Patria Grande. Mucho menos si además le dan al vino y lloran y ríen al mismo tiempo. Y sacan a la vereda el comedor, y cortan cualquier día la calle para armar el bailongo y emborracharse. Desalmidonar las articulaciones, recuperar el movimiento del entumecido y maltratado cuerpo y dejarse llevar por la imantación carnal es peligroso.
Desde todos los tiempos históricos, desde las fiestas dionisíacas hasta el pogo ricotero, rituales y celebraciones son parte esencial de la vida cotidiana. Son las formas alegres de sobrellevar la existencia pero también de darle sentido. Son reciclaje del ciclo de la vida. Por eso no es de extrañar que la cultura en sus distintas expresiones sea perseguida, censura o reprimida cuando hay gobiernos autoritarios sean del signo que sean. La solidaridad es cultura. La alegre rebeldía molesta. El tiempo de compartir, de cantar, de comer, de danzar y reír es una ofensa a cronos. La fiesta popular es improductiva y genera siempre desconfianza. Es momento de desabrocharse la existencia para estar más cómodos y para gozar, y desabrochar también el cinturón que apretuja los sentidos a las palabras y a las cosas. Altos kilombos se arman siempre en las fiestas. Y en Los Pinos siempre hay fiesta.
Leía el otro día la interesante historia de las fiestas mayas del período prerevolucionario. Al igual que los carnavales en la baja edad media, la fiesta nunca se intentaba suprimir o censurar sino civilizar. Porque donde los sentidos danzan, bailan y se besan se abre el tiempo y el espacio a la duda. Y la duda pone en duda la verdad. La duda molesta. La duda cuestiona y hace sacudir el cuerpo y el pensamiento. La fiesta es el espacio del entre, de lo que está en el medio, del desdibujamiento de los contornos y las categorías. De lo que ya no es y todavía no es, de la utopía, tiempo y espacio de no certeza, de no seguridad, de brechas, de intersticios, de desfasajes, de ventanas abiertas para mirar hacia adentro y hacia afuera y otra vez hacia adentro. Momento de pensar con el cuerpo y mandar a dormir a la razón. Por eso la pobrecita siempre es la primera en mamarse y desaparecer. Por eso hasta que ella no se va a dormir la fiesta es todavía una simulación. La fiesta no es peligrosa para todos, solo para los dueños de la razón.
Dicen que para esconder algo hay que dejarlo a la vista. Por eso en esta época en la que ser feliz y gozar es casi un mandato es bueno defender la fiesta y la reunión popular. Defender la alegría -como dice el poeta- como una trinchera. Las fiestas en los templos de la lamentación no molestan. La hostia no tiene gusto a nada. Tampoco molestan en los boliches y en las discotecas donde la excitación del cuerpo está estimulada y controlada y se puede capitalizar. Molesta que charlemos, que cortemos la calle y armemos la peña. Molesta la lógica de la solidaridad.
“Sin Ministerio no hay Salú”
Tengo que preparar empanadas para llevar al festi que está organizando Cintia, la prima de Andre. Somos varixs lxs que hacemos empanadas y amasamos piza. Estela, la mama de Cintia, padece una osteoporosis severa y tiene que aplicarse por dos años una inyección mensual que cuesta 37 mil pesos. El nombre de la movida es “Sin Ministerio no hay Salú”. Así sin eufemismos como para que se entienda. No es economía colaborativa ni emprendedurimso. Es abandono del Estado y organización social. Hace dos años Cintia y su familia, al igual que un montón de gente, se la pasa de acá para allá literalmente boyando por oficinas, intendencias, secretarías y juzgados. Y es imposible lograr asistencia hospitalaria. El panorama es desolador. Estela se rompe. Además de padecer un dolor que no puede explicar tiene los huesos frágiles. Ya se rompió tres veces en el último año y medio.
El Hospital Posadas está literalmente militarizado adentro y afuera y muchxs médicos son perseguidos y amedrentados. Muchos fueron despedidos porque “no hace falta tanto médico”. Dicen lxs médicos que los quieren “monotributizar”, que los echan para romper contratos y recontratarlos bajo esa modalidad. Sueñan los patrones una patria de monotributistas felices y emprendedores. Y sobre todo sin demandas del trabajo al capital. Los pacientes no van más porque además de no poder atenderse se deprimen. Al equipo de salud mental también lo hicieron mierda y no hay cosa peor que un cuerpo triste para pelear contra una enfermedad. -“Así nos quieren”- me dijo Cintia el otro día charlando sobre el festi -“Nos quieren tristes, impotentes y solxs. Nos quieren todos rotos como mi mamá”-
La organización del festi es un caos. Piti, el papá de Cintia, consiguió los chorizos gratis. También el pan. O al menos eso dice. Nunca se sabe hasta último momento si va a cumplir. Así es El Piti. Te obliga a pensar un plan b, porque a nadie que quiera participar se lo puede dejar afuera. Es mejor correr el riesgo. Y la verdad es que muchas veces consigue cosas increíbles. Es el típico personaje de barrio que vivió en todas las casas y se las mando todas. Y en todos lados lo quieren –“¡Piti es rock!”- dice Cintia y nos reímos. Y me muestra dos remeras rojas con firmas de los Divididos que el Piti consiguió. Nico, Pablo y Juan se van a hacer cargo de la parrilla. Pablo y Juan son hermanos y son parrilleros desempleados. Hace rato clavan puesto en las marchas y en San Cayetano y también cuando es la peregrinación a Luján. Ellos van a poner la chata para traer y llevar cosas. Nico pidió el día en el laburo. Trabaja de seguridad en un hotel de la capital. Se lo dieron a medias. Tiene que recuperar una hora por día la próxima semana. Estela se encargó de los chimichurris y la criolla. Las pibas y pibes de las bandas son de los espacios feministas y sociales del barrio, y siempre andan tocando en las peñas y los centros culturales que se prestan para las movidas. La organización popular molesta porque rompe la lógica del beneficio propio. Es como un puesto de choris en el medio del edén neoliberal.
Hago las empanadas santiagueñas que me enseño Su. No las hago de carne porque está imposible. Las hago de pollo con masa casera, morrón y cebolla, huevo, comino y mucho verdeo. Al horno y con grasa. Para todos los gustos.
Es gracioso cuando hablan de meritocracia. Deberíamos poner el marcador en cero y recién entonces tocar la trompeta de largada. ¿Quiénes llegarán primero? No sé… Para mí que la gente de Los Pinos. La vagancia que le dicen.
La primera vez que vi a Cintia fue en la casa de mi amiga Andre. Recuerdo que comimos tortafritas y tomamos mate. También probé en aquella casa empanadas y guiso de mondongo. Fue a mediados de la década de los noventa. Y nos juntábamos en casas para tomar mate, charlar y compartir. Y más tarde para tomar vino y cerveza. Y charlar y compartir. Palabras, risas, música. Rejuntes e improvisaciones de todo tipo. Fue ahí que nos empezó a gustar el cine. Estábamos en plena secundaria y el país estaba a la espera de “la revolución productiva” prometida por el menemismo. Mi vieja se cagaba de risa leyendo los chistes en la contratapa del Página. Ya no se podía comprar el diario así que se leía de parado y en el puesto. Y nosotrxs lxs jóvenes no usábamos la palabra futuro. Estaba como en desuso. Nadie pensaba “¿Qué quiero ser o hacer cuando sea grande?”. Nadie pensaba en después o en mañana. O sí. Los que tenían la suerte de laburar o los que habían podido cumplir la máxima argenta: - “¡Siempre ahorrá en dólares!”. Pero nosotrxs no podíamos ni balbucear respuestas a esa pregunta sobre el futuro. Hay una sabiduría que habita en los sentidos, una forma del saber que pasa por lo sensible, que pasa por el cuerpo, que se saborea, se huele, se escucha, se ríe, y se aprende al pulso de lo que se va viviendo. Y nuestros sentidos nos decían que estaba todo re podrido. Todo mal. Todo roto. Y esa felicidad rudimentaria nos mantuvo a salvo del sálvese quien pueda. Juntxs, allí, en las cocinas de las casas, inventando la mesa.
2. “El futuro llego hace rato… todo un palo, ¡ya lo ves!”
Muchos años después identificamos en nosotrxs, en Andre, en Cintia, en mis hermanas y amigxs, en toda nuestra generación tironeada entre los ideales de la recuperación democrática y la consolidación neoliberal, la carne de cañón, el caldo de cultivo de una lógica tramposa y perversa. El capitalismo mudaba sus haraposas ropas y se reciclaba sacrificando al Estado y privatizando la vida. Pasantías, contratos a prueba, tercerizaciones, emprendedurimso, monotributismo, co-working, economía colaborativa y otros eufemismos llegarían junto a un ejército de palabras para llamar de forma nueva las cosas viejas. Las seguridades laborales, de salud y educación que poblaban los relatos de lxs mayores se esfumaban a medida que se esfumaban sus expectativas y sus cuerpos. Todo parecía de allá lejos y hace tiempo. Como los cuentos en la infancia. Y en su lugar solo veíamos una sociedad excitada a consumir más y más. Todavía no había ministros de educación diciendo que algunxs argentinxs tenían la suerte de recibir una buena educación y otrxs tenían que “ser capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla”. Todavía no. Pero hacia allí íbamos a toda prisa. Poco tardamos en entender que esos otrxs éramos nosotrxs.
Mi primer empleo afuera de casa fue en uno de esos locales de la M amarilla que se dedican a la venta de hamburguesas. Todo un antro. Me daba pena y creo que hasta vergüenza contarle a mis viejxs que había conseguido un laburo ahí. Mi viejo había militado en su juventud en La Fede comunista y no sé porque yo sentía que le debía fidelidad. En fin. Recibí el bautismo de fuego del capitalismo en forma de pines y fabulé por once meses que hacía espionaje en territorio enemigo. Jugar salva vidas. Yo tomaba nota de “las nuevas ideas” y algo ya me hacía ruido. -“Todos tenemos que poner nuestra parte para trabajar”, “Tenemos que cumplir nuestro objetivo”, “Somos un gran equipo”, “Somos la familia macdonals” etc. etc. etc.” ¡Irónico! Al final éramos casi socios y yo no me había dado cuenta. O no me daban las cuentas. No sé si me sentí alguna vez tan mal como el día que mi viejo fue a visitarme. Yo encarnaba en pantalón gris, gorrita bordó y camisa a rayas la mismísima decepción. Cobraba entonces 1.99 la hora y afuera familias enteras revolvían bolsas para comer. En los albores del imperio de la imagen recibía un apercibimiento -“¡¡No les podes dar la comida en la mano!! Queda mal.”- Había que ponerla en unas bolsas verdes y sacarla a la calle para que el resto de humanidad que quedaba en aquella pobre gente renuncie de una buena vez y para siempre a la dignidad. Denigrante. El slogan de sprite “La sed no es nada” rebotaba como antítesis siniestra con lo que mis ojos veían; El hambre es todo.
Tuve algunos momentos de algo parecido a la felicidad -o al menos a esa felicidad que fabricamos a veces para sobrevivir- cuando me decidí a regalar combos a todxs lxs amigxs y conocidxs que vinieran al local. Fue después que mi viejo me visitara. Y fue muy fácil. Regalé muchos porque estudiaba cerca y venían todos mis compas a comer. Había leído 1984 y pensaba que si el ojo que vigila todo está adentro, entonces nadie lo notaría. Y así fue. La justicia mundana y divina - si es que esto no es una redundancia- puede fallar o directamente no existir. Lo comprobamos a diario. Pero estos escamoteos con los que vamos menudeando ayudan a la angustia a reír. Son el origen de la tragicomedia. La cuestión es que no sé si por mi piscología o vaya una saber porque la comida de aquel antro me caía mal. Me indigestaba. Y a los cinco meses tuve una gastroenterocolitis galopante y me dijeron en el hospi “no comas más comida chatarra”. Así dijo el doc. Creo que jamás antes había comido y cuando renuncie jamás volví. O sí, a usarles el baño y más tarde el pelotero.
Saliendo de la crisis del 2001 laburé en la cocina de una panadería en el barrio de Ciudadela. Iba y volvía pedaleando. Eran sesenta cuadras ida y vuelta. Laburaba diez horas y cobraba diez pesos. En invierno pasaba de los 3 a los 35 grados centígrados y viceversa. No me enfermaba porque sabía que no podía. Tenía 22 años y las ilusiones muertas. Pedaleaba y escuchaba El Pibe Tigre y solo quería llorar. “Diez horas diez pesos” me repetía intentando establecer mi valor.
Por ese entonces, Andre laburaba en una cadena de supermercados que llamada Vital. -¡Que hijadeputez!- pienso ahora que recuerdo el nombre. Debería llamarse “Mortal”, hubiera sido más justo. Siempre odie los eufemismos. Andre laburaba dieciocho horas por día. Llegaba a su casa, compraba helado y coca cola. Comía y bebía acostada y luego se dormía. Al cabo de unos meses empezó a hacer pis color marrón gaseosa. Tenía problemas en los riñones.
Menos gusto que una hostia
Una vuelta, en aquellos años de secundaria, acompañé a Andre a un campeonato de vóley en la Iglesia del Sagrado Corazón en Camino de Cintura. Luego de persignarme al revés me comí una hostia. Creo que todos me veían porque mi torpe movimiento había roto con inusitada armonía ceremonial pero yo no podía dejar de pensar “¡Qué asco!”. Jamás había comido una hostia y agradecí que así sea, -“¡Que sabor a nada!”- Parecía ese plástico que sacábamos con obsesión, con mis hermanas, de la parte interna de las tapas de gaseosas que encontrábamos en la calle. Mi vieja me hubiera matado si se enteraba. Yo tenía prohibida la entrada a la iglesia porque así es el dogma. No tiene reverso. Y yo estaba criada en la religión atea. De todos modos hacía rato me escapaba a las iglesias a ver los vestidos que hacía mi abuela Lola. Ambas sabíamos que estábamos rompiendo las reglas así que habíamos acordado un silencio cómplice. La cosa es que aunque me persignaba al revés, de tanta peli que había visto me sabía el padre nuestro de memoria. Incluso confieso que por un tiempo intenté entablar una relación con aquel señor. Me parecía extremadamente cruel tener inocencia y no tener un consuelo mágico para creer. Además me atraía este amor platónico y prohibido. Finalmente abracé mi fe atea. Me había desilusionado el sabor de la hostia.
“Polenta o Muerte”
Mis viejxs nos habían enseñado a mis hermanas y a mí a comer siempre lo que caiga en el plato. O en la boca que es lo mismo. Y siempre significa todas las veces sin excepción. Yo hacía aplicar la regla pero solo de casa para afuera -¡Afuera son unas señoritas!- gritaba cada tanto mi vieja -¡Pero acá se portan como el culo!- Y bueno, el territorio de las reglas suele ser el más fértil para la agricultura de la rebelión. A veces olvidamos que la agricultura es cultura y es comida.
A mi vieja nunca le gustó cocinar. La entiendo, pobre. Éramos siete y nunca había un mango. Es divino cocinar si sos Maru Botana o Narda Lepes. O las monjas del canal Gourmet. Pero si tenés que comer con lo que cuestan dos kilos de pan te la regalo. Creo además que mi vieja era como una protofeminista y se había tomado con compromiso militante todo este asunto de no cocinar. Así que desde temprano mis hermanas y yo supimos apañárnosla en la cocina con poco y nada. No había voluntad de aprender solo deseo de no comer “eso” que mi vieja cocinaba. Anécdotas de este tipo pueblan el relato familiar y lo llenan de recuerdos y risas. La mayor parte de las veces, la cuestión estética de la comida estaba por supuesto ausente. Pero otras veces, especialmente cuando mi vieja hacía polenta, no era solo una cuestión de forma, era el no gusto, la consistencia, el todo. Mi vieja hace la polenta más horrible del mundo.
“La comida no se mira, se come” - solía decir ella en plena crisis de inflación alfonsinista. Pero la verdad es que era difícil no mirar “eso”. A veces era polenta con grumos. Otras era todo un solo y enorme grumo. Por supuesto ni noticias del queso y la salsa. No estábamos para lujos y eso solo pasaba cuando venía la abuela. Hacíamos bromas con mis hermanas sobre comerla con cuchillo y tenedor. No a la abuela sino a la polenta. Solo gracias al éxtasis de la inocencia y la inconsciencia infantil podíamos reírnos a carcajadas de aquello. No había tragedia. No la sentíamos. Solo diversión fraternal y travesuras que salían bien y mal. Mirando a la distancia me cuesta mucho no ver una pelota solidificada de necesidad. Terrible pero digerible.
Una vuelta, cuando yo tenía cinco o seis años, vi al sol dibujar a la perfección la curvatura de la tierra en el patio del fondo de la casa, en el hermoso valle de Punilla, después que mi vieja me advirtiera en horas del mediodía -¡Hasta que no te comas todo no te levantas!- y se fuera llevándose al perro, mi única escapatoria. Ese día no comí. Tampoco a la noche. Sabía que un día sin comer no me iba a matar. Creo que aprendí algo de astronomía y geología allí sentada. Al final me había convertido en parte del mobiliario. Tanto que cuando mi vieja me dijo -Te podes ir a dormir- casi me daba pena abandonar mi puesto. Por supuesto no comí la polenta.
Tomar la posta
Es fácil saber cuándo todo está podrido y mal. Hay puestos de comida en todas las esquinas. Brotan de las veredas. Se multiplican con el correr de los días. No solo en la ruta donde es tradición sino en el centro de lo porteñitud misma. Se puede por ejemplo comprar un riquísimo pan casero con chicharrón en la esquina del Congreso, un jueves lluvioso a las nueve de la noche. Pan casero, churros, tortillas, empanadas, bizcochuelo. Lleve rico y barato.
Para la Odisea 2001, como habíamos bautizamos a la crisis, yo ya había aprendido esta lección y sabía hacer cosas más o menos ricas con harina, agua, grasa y sal. Me negaba un poco a esto de trabajar cocinando. Mi vieja no podía entender y me decía -¡¿Cómo mierda es que te gusta cocinar?!- y me daba una palmada en el hombro y agregaba irónica -¿No te enseñe nada yo?- Nos estallábamos de risa y entonces yo retrucaba – ¡A mí me gusta cocinar porque me gusta comer! Y además me sirve ma, ¿no ves que no hay un carajo para hacer?- Así que allá por el 2001 me puse a trocar empanadas. Jamás en mi vida hice tantas empanadas. Es que me salían bastante bien y en los clubes ya las esperaban. También hacía pizas, pizetas, mermeladas y conservas al escabeche. De todos lados robé un aprendizaje. Fue muy impresionante formar parte de una experiencia como aquella. Las postas del trueque se organizaban más rápido que lo que canta un gallo. Aunque los gallos cantan siempre a cualquier hora. Por eso a veces es mejor ni levantarse. Veíamos como se sobredimensionaba a escala nacional una experiencia típica de los barrios. Porque el trueque jamás se desactiva en los barrios. Y a pesar del terrible momento que el país pasaba hicimos con nuestras manos otra economía. Y por supuesto que lo que más se movía en el trueque era el morfi y luego los servicios que se cambiaban casi siempre por más morfi. Peluquería, albañilería, pintura, niñera, limpieza, gasista, apoyo escolar, animación de fiestas todo se cambiaba por morfi. Yo compré por cuatro docenas de empanadas un sacón hermoso de lana verde, de esos que te abrazan para mirar la tele un día de lluvia.
Siempre me pregunto por qué cuando los economistas quieren explicar qué es el dinero o cómo se llega a la formación del equivalente general no montan una feria o club de trueque. No hacen falta tantas abstracciones. Una dinámica como la del trueque explica también y quizá mejor que nada qué es el fetichismo de la mercancía. El trueque es la economía popular por excelencia, es la economía fija de los barrios y tiene sus altibajos atados al vaivén de la otra economía, la de la balanza comercial. En los barrios el trueque nunca termina pero puede llegar a deformarse. En 2001, tal vez por las dimensiones que el fenómeno adquirió, había lugares en donde se vendían y compraban billetes de trueque. ¡Posta! Cuevas. Nunca falta el pillo que quiere aventajar. Así que había algo así como especulación. No jodo. ¿Será la inercia? Cuestión es que a veces la necesidad y otras veces la viveza trituran la imaginación y arruinan hasta las más hermosas fantasías.
Gracias por la grasa
Por esos misterios incomprensibles mi amiga Andre vive hace ya más de diez años en el valle de Punilla. Allí donde aprendí la curvatura de la tierra. Pero por aquellos días en los que conocí a Cintia, Andre vivía en el barrio de Los Pinos en Matanza. Ahí estaba la casa de las tortafritas y el mondongo. También del guiso y las empanadas siempre de masa caseras y con papa. Y para ese entonces aunque yo ya era una especialista con larga trayectoria en eso de comer lo que caiga en el plato miraba el mondongo y pensaba algo así como -¿Wtf?!-
La casa de la calle Carrasco en Los Pinos tenía piso de tierra. En los lugares más transitados de la casa se había formado como una especie de asfalto. Casi se podía baldear. Pero en otros lugares había que caminar despacio para no levantar polvo. Literal. Cuando se caía alguna bebida no hacía falta limpiar -¡Dejá, ya se va a secar!- me decía Andre. Además se regaba adentro y afuera y el piso estaba siempre frío, hasta en los días más calurosos del verano. Con mi familia alquilábamos en barrios más bien de clase media. Asfalto, agua corriente, gas y cloacas. Yo nunca había visto un piso de tierra del lado de adentro de una casa.
En aquella casa todavía de chapa, tergopol, cemento y tierra no dejaban de volar los bollos de masas por el aire. Tapas de empanadas, panes, pizzas, tortafritas. De todo. La fiesta de los carbohidratos. Base alimenticia de la pobreza. Tampoco paraban los chismes y las risas. Todo con música de fondo. Siempre alguna cumbia o algún chamamé. Aprendí que inmensa es la calidez de la humildad. Deberían dar cursos en las escuelas y no en las iglesias que asocian humildad con pobreza aceptación y sometimiento. También aprendí a hacer chicharrón quemando los restos de grasa con apenas carne y que las tortafritas no eran utilería de los actos escolares sino cultura. Al igual que el chicharrón, el guiso de arroz, el mondongo, la cumbia y el chamamé.
Una vez le pregunté a Andre – ¿cómo haces las tortafritas?- y se me cagó de risa en la cara -¡Harina, agua, grasa y sal boluda, es lo más fácil del mundo! sentenció. -“¿Grasa?, qué es grasa”- Pero ya me daba vergüenza preguntar, ya me sentía zarpada y había aprendido a callarme, observar y aprender. -¡No hace falta saber cocinar para hacer esto!- decía Andre casi tarareando y de espaldas a la mesa, hundiendo sus brazos en una masa enorme sobre la nueva mesada. -¡Que rico! ¡Y qué fácil!- pensaba yo y saboreaba tortafritas con sal y con azúcar mientras Cris pasaba tarareando una cumbia que se le había pegado -“Quiéreme por favor que sin ti estoy muriendo, quiéreme por favor que sin ti no se vivir…”
Festejar para sobrevivir
Nadie quiere a la gente de Los Pinos. Nadie quiere a los pobres. Menos si son bolivianos, paraguayos, peruanos, indios de la de la Patria Grande. Mucho menos si además le dan al vino y lloran y ríen al mismo tiempo. Y sacan a la vereda el comedor, y cortan cualquier día la calle para armar el bailongo y emborracharse. Desalmidonar las articulaciones, recuperar el movimiento del entumecido y maltratado cuerpo y dejarse llevar por la imantación carnal es peligroso.
Desde todos los tiempos históricos, desde las fiestas dionisíacas hasta el pogo ricotero, rituales y celebraciones son parte esencial de la vida cotidiana. Son las formas alegres de sobrellevar la existencia pero también de darle sentido. Son reciclaje del ciclo de la vida. Por eso no es de extrañar que la cultura en sus distintas expresiones sea perseguida, censura o reprimida cuando hay gobiernos autoritarios sean del signo que sean. La solidaridad es cultura. La alegre rebeldía molesta. El tiempo de compartir, de cantar, de comer, de danzar y reír es una ofensa a cronos. La fiesta popular es improductiva y genera siempre desconfianza. Es momento de desabrocharse la existencia para estar más cómodos y para gozar, y desabrochar también el cinturón que apretuja los sentidos a las palabras y a las cosas. Altos kilombos se arman siempre en las fiestas. Y en Los Pinos siempre hay fiesta.
Leía el otro día la interesante historia de las fiestas mayas del período prerevolucionario. Al igual que los carnavales en la baja edad media, la fiesta nunca se intentaba suprimir o censurar sino civilizar. Porque donde los sentidos danzan, bailan y se besan se abre el tiempo y el espacio a la duda. Y la duda pone en duda la verdad. La duda molesta. La duda cuestiona y hace sacudir el cuerpo y el pensamiento. La fiesta es el espacio del entre, de lo que está en el medio, del desdibujamiento de los contornos y las categorías. De lo que ya no es y todavía no es, de la utopía, tiempo y espacio de no certeza, de no seguridad, de brechas, de intersticios, de desfasajes, de ventanas abiertas para mirar hacia adentro y hacia afuera y otra vez hacia adentro. Momento de pensar con el cuerpo y mandar a dormir a la razón. Por eso la pobrecita siempre es la primera en mamarse y desaparecer. Por eso hasta que ella no se va a dormir la fiesta es todavía una simulación. La fiesta no es peligrosa para todos, solo para los dueños de la razón.
Dicen que para esconder algo hay que dejarlo a la vista. Por eso en esta época en la que ser feliz y gozar es casi un mandato es bueno defender la fiesta y la reunión popular. Defender la alegría -como dice el poeta- como una trinchera. Las fiestas en los templos de la lamentación no molestan. La hostia no tiene gusto a nada. Tampoco molestan en los boliches y en las discotecas donde la excitación del cuerpo está estimulada y controlada y se puede capitalizar. Molesta que charlemos, que cortemos la calle y armemos la peña. Molesta la lógica de la solidaridad.
“Sin Ministerio no hay Salú”
Tengo que preparar empanadas para llevar al festi que está organizando Cintia, la prima de Andre. Somos varixs lxs que hacemos empanadas y amasamos piza. Estela, la mama de Cintia, padece una osteoporosis severa y tiene que aplicarse por dos años una inyección mensual que cuesta 37 mil pesos. El nombre de la movida es “Sin Ministerio no hay Salú”. Así sin eufemismos como para que se entienda. No es economía colaborativa ni emprendedurimso. Es abandono del Estado y organización social. Hace dos años Cintia y su familia, al igual que un montón de gente, se la pasa de acá para allá literalmente boyando por oficinas, intendencias, secretarías y juzgados. Y es imposible lograr asistencia hospitalaria. El panorama es desolador. Estela se rompe. Además de padecer un dolor que no puede explicar tiene los huesos frágiles. Ya se rompió tres veces en el último año y medio.
El Hospital Posadas está literalmente militarizado adentro y afuera y muchxs médicos son perseguidos y amedrentados. Muchos fueron despedidos porque “no hace falta tanto médico”. Dicen lxs médicos que los quieren “monotributizar”, que los echan para romper contratos y recontratarlos bajo esa modalidad. Sueñan los patrones una patria de monotributistas felices y emprendedores. Y sobre todo sin demandas del trabajo al capital. Los pacientes no van más porque además de no poder atenderse se deprimen. Al equipo de salud mental también lo hicieron mierda y no hay cosa peor que un cuerpo triste para pelear contra una enfermedad. -“Así nos quieren”- me dijo Cintia el otro día charlando sobre el festi -“Nos quieren tristes, impotentes y solxs. Nos quieren todos rotos como mi mamá”-
La organización del festi es un caos. Piti, el papá de Cintia, consiguió los chorizos gratis. También el pan. O al menos eso dice. Nunca se sabe hasta último momento si va a cumplir. Así es El Piti. Te obliga a pensar un plan b, porque a nadie que quiera participar se lo puede dejar afuera. Es mejor correr el riesgo. Y la verdad es que muchas veces consigue cosas increíbles. Es el típico personaje de barrio que vivió en todas las casas y se las mando todas. Y en todos lados lo quieren –“¡Piti es rock!”- dice Cintia y nos reímos. Y me muestra dos remeras rojas con firmas de los Divididos que el Piti consiguió. Nico, Pablo y Juan se van a hacer cargo de la parrilla. Pablo y Juan son hermanos y son parrilleros desempleados. Hace rato clavan puesto en las marchas y en San Cayetano y también cuando es la peregrinación a Luján. Ellos van a poner la chata para traer y llevar cosas. Nico pidió el día en el laburo. Trabaja de seguridad en un hotel de la capital. Se lo dieron a medias. Tiene que recuperar una hora por día la próxima semana. Estela se encargó de los chimichurris y la criolla. Las pibas y pibes de las bandas son de los espacios feministas y sociales del barrio, y siempre andan tocando en las peñas y los centros culturales que se prestan para las movidas. La organización popular molesta porque rompe la lógica del beneficio propio. Es como un puesto de choris en el medio del edén neoliberal.
Hago las empanadas santiagueñas que me enseño Su. No las hago de carne porque está imposible. Las hago de pollo con masa casera, morrón y cebolla, huevo, comino y mucho verdeo. Al horno y con grasa. Para todos los gustos.
Es gracioso cuando hablan de meritocracia. Deberíamos poner el marcador en cero y recién entonces tocar la trompeta de largada. ¿Quiénes llegarán primero? No sé… Para mí que la gente de Los Pinos. La vagancia que le dicen.
Visual 1: Obra de Diego Rivera.
Visual 2: Óleo del artista guatemalteco Lorenzo Cruz Sunu.
Este texto forma parte de "Memorias del Cuerpo", trabajo realizado en el marco del Taller de Escritura y Ciencias Sociales coordinado por Claudia Risé y Emilia Cortina.
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